Siempre he sido una persona escéptica, nunca he creído en los productos milagro ni en las dietas mágicas ni me dejo influir por las tendencias de moda en alimentación. Pero este escepticismo me llevaba a rechazar también todo lo nuevo, pero el mero hecho de serlo, sin valorar sus posibles beneficios. Pero todo cambió con mi intolerancia a lactosa.
Llevaba años sintiéndome mal tras tomar determinados alimentos. Algunos los terminé eliminando de mi dieta, pero seguía tomando leche de vez en cuando, sobre todo con el café o en yogures. Tras unos análisis se descubrió que era intolerante. Así fue como llegué a la conclusión de que, al menos para mí, mejor leche sin lactosa. Las indigestiones se terminaron y me convertí en una persona más saludable.
Pero, por el camino, me encontré con la incomprensión de algunas personas, incluso de algunos familiares. Diré que mi suegra, ahora que no nos oye, fue una de esas personas que ‘desconfió’ de mi intolerancia. Siempre está a la que salta y cuando empecé a negarme a tomar leche o a pedir que, por favor, tuvieran leche sin lactosa en su casa, fruncía el ceño, hasta que un día dijo que todo eso de las intolerancias eran ‘patrañas’ para vender los productos más caros.
Es verdad que, a menudo, los productos sin lactosa (o sin gluten o el resto de alimentos específicos para intolerantes) son un poco más caros pero también, generalmente, su producción es más costosa. En este sentido, mi suegra tiene razón… En los demás, pues no. Cada hay más personas intolerantes a determinados alimentos, pero esto no se explica por la moda o porque ahora seamos más blandos que antes, sino porque hay mecanismos más fiables para detectarlos, entre otras razones.
Para mí es mejor leche sin lactosa por la sencilla razón de que yo me siento mejor de salud si la bebo. Y como yo, millones de personas en el mundo que han descubierto que pueden seguir tomando leche sin sentirse mal. De momento, aunque sea a regañadientes, en la casa de mis suegros siempre hay leche sin lactosa… para mis cafés.