Cuando el antojo de comprar nécoras gallegas Sanxenxo se vuelve una necesidad, no hay lugar para dudas. En Sanxenxo, mis pies me llevan siempre al mismo sitio, a un lugar que es mucho más que un mercado: la Plaza de Abastos de Portonovo. Olvídate de buscar en otro lado; si quieres el mejor marisco, tienes que ir a la fuente, al corazón donde late el pulso del mar.
Entrar en la plaza por la mañana es sumergirse en un espectáculo de vida y frescura. El aire huele a salitre, a algas, a la promesa de un festín. El murmullo de las conversaciones entre los vendedores y la clientela habitual crea una banda sonora que me resulta familiar y reconfortante. Mis ojos, sin embargo, ignoran las montañas de pescado reluciente y van directos a los puestos de marisco, donde se exhiben los verdaderos tesoros de la ría. Y allí están.
Las nécoras descansan en sus capazos, unas sobre otras, con ese caparazón de terciopelo pardo y un aire desafiante. Se mueven, perezosas pero vivas, agitando sus patas y pinzas, una garantía inconfundible de su frescura. Aquí no hay engaño posible. Las conozco bien y sé lo que busco: las hembras, más anchas y con el abdomen redondeado, cargadas de esos corales que son pura esencia marina.
Me acerco a mi puesto de confianza, el de Alfonso. No hace falta ni que le diga lo que quiero. Su sonrisa lo confirma. «Vienes a por las buenas, ¿eh? Acaban de entrar de la lonja de aquí al lado», me dice mientras las selecciona con mano experta. Coge una, me la muestra. Pesa, está llena. Sus ojos vivaces parecen dos pequeños puntos de luz. Coge otra, y otra más, siempre con ese gesto de quien conoce y respeta el producto que vende.
Mientras las pesa, me da el consejo que ya sé, pero que siempre agradezco escuchar: «Agua de mar o, si no, agua con sal, una hoja de laurel y a cocer. Cuando rompa a hervir, las echas, y en cuanto vuelva a hervir, unos cinco minutos y para fuera». Salgo de la plaza con mi bolsa, que se mueve ligeramente, y una sensación de triunfo. No solo llevo conmigo las mejores nécoras de Sanxenxo; me llevo un pedazo de la autenticidad de Portonovo, la certeza de que el verdadero lujo es este: el sabor puro y salvaje del Atlántico, comprado en el lugar donde el mar entrega sus joyas cada día.